Asociación Espírita Tercera Revelación

LAS VIDAS SUCESIVAS

El alma, después de residir temporalmente en el Espacio, renace en la condición humana, trayendo consigo la herencia, buena o mala, de su pasado; renace como bebé, y reaparece en la escena terrestre para representar un nuevo acto del drama de su vida, pagar las deudas que contrajo, conquistar nuevas capacidades que le habrán de facilitar la ascensión y acelerar la marcha hacia adelante.

La ley de los renacimientos explica y completa el principio de la inmortalidad. La evolución del ser indica un plan y una finalidad. Esta finalidad, que es la perfección, no puede realizarse en una sola existencia, por más larga que sea. Debemos ver, en la pluralidad de las vidas del alma, la condición necesaria de su educación y de sus progresos. Es a costa de sus propios esfuerzos, de sus luchas, de sus sufrimientos, que ella se redime de su estado de ignorancia o de inferioridad, y se eleva, de eslabón en eslabón, en la Tierra primeramente, y después, a través de las innumerables moradas del Cielo estrellado.

La reencarnación, afirmada por las voces del Más Allá, es la única forma racional por la que se puede admitir la reparación de las faltas cometidas y la evolución gradual de los seres. Sin ella, no se ve sanción moral satisfactoria y completa; no hay posibilidad de concebir la existencia de un Ser que gobierne el Universo con justicia.
Si admitimos que el hombre vive actualmente por primera y última vez en este mundo, que una única existencia terrestre es la parcela de cada uno de nosotros. La incoherencia y la parcialidad, forzoso sería reconocerlo, presidirían la repartición de los bienes y de los males, de las aptitudes y de las facultades, de las cualidades naturales y de los vicios originales.

¿Por qué para unos la fortuna, la felicidad constante, y para otros la miseria, la desgracia inevitable? ¿Para éstos, la fuerza, la salud, la belleza; para aquéllos, la debilidad, la enfermedad, la fealdad? ¿Por qué la inteligencia, el genio, aquí, y acullá, la imbecilidad? ¿Cómo se encuentran tantas cualidades morales admirables, a la par de tantos vicios y defectos? ¿Por qué hay razas tan diferentes? ¿Unas inferiores, a tal punto, que parecen colindar con la animalidad y otras favorecidas con todos los dones que le aseguran la supremacía? ¿Y las enfermedades innatas, la ceguera, la idiotez, las deformidades, todos los infortunios que saturan los hospitales, albergues nocturnos, y casas de corrección? La hereditariedad no lo explica todo; en la mayor parte de los casos, estas aflicciones no pueden ser consideradas como el resultado de causas actuales. Sucede lo mismo con los favores de la suerte. ¡Muchísimas veces, los justos parecen subyugados por el peso de la prueba, mientras que los egoístas y los malos prosperan!

Por qué algunos niños mueren antes de nacer y otros son condenados a sufrir desde la cuna?

Ciertas existencias acaban en pocos años, en pocos días; ¡otras duran casi un siglo! ¿Dónde quedan también los jóvenes prodigios –músicos, pintores, poetas, todos aquellos que desde la infancia, muestran disposiciones extraordinarias para las artes o para las ciencias, mientras que tantos otros permanecen en la mediocridad toda la vida, a pesar de una labor agotadora? E igualmente, ¿de dónde vienen los instintos precoces, los sentimientos innatos de dignidad o bajeza, contrastando a veces tan extrañamente, con el medio en que se manifiestan?

Si la vida individual comienza solamente con el nacimiento terrestre, si antes de él nada existe para cada uno de nosotros, en balde se procurarán explicar estas diversidades palpitantes, estas tremendas anomalías y aún menos, podremos conciliarlas con la existencia de un Poder sabio, previsor, equitativo. Todas las religiones, todos los sistemas filosóficos contemporáneos chocaron con este problema; nadie puede resolverlo. Considerado bajo su punto de vista, que es la unidad de existencia para cada ser humano, el destino continuaría incomprensible, se ennegrece el plan del Universo, la evolución se detiene y se torna inexplicable el sufrimiento. El hombre, llevado a creer en la acción de fuerzas ciegas y fatales, en la ausencia de toda justicia distributiva, resbala insensiblemente hacia el ateísmo y el pesimismo. Al contrario, todo se explica, se torna claro con la doctrina de las vidas sucesivas. La ley de justicia se revela en las menores particularidades de la existencia. Las desigualdades que nos chocan resultan de las diferentes situaciones ocupadas por las almas en sus infinitos grados de evolución. El destino del ser no es más que el desarrollo, a través de las edades, de la larga serie de causas y efectos generados por sus actos. Nada se pierde: los efectos del bien y del mal se acumulan y germinan en nosotros hasta el momento de florecer. A veces, se expanden con rapidez; otras, después de un largo lapso de tiempo, se transmiten, repercuten, de una existencia a otra; según su madurez es activada o retardada por las influencias de los ambientes; pero ninguno de esos efectos puede desaparecer por sí mismo; solo la reparación tiene ese poder.

Cada uno lleva para la otra vida y trae, al nacer, la semilla del pasado. Esta simiente habrá de esparcir sus frutos, conforme a su naturaleza, o para nuestra felicidad o para nuestra desgracia, una nueva vida que comienza y hasta sobre las siguientes, si una sola existencia no bastase para deshacer las consecuencias malas de nuestras vidas pasadas. Al mismo tiempo, nuestros actos cotidianos, fuentes de nuevos efectos, vienen a juntarse a las cosas antiguas, atenuándolas o agravándolas, y forman con ellas un encadenamiento de bienes o de males que, en su conjunto, urdirán la tela de nuestro destino. Así, la sanción moral, tan insuficiente a veces y sin valor, cuando es estudiada bajo el punto de vista de una vida única, se reconoce absoluta y perfecta en la sucesión de nuestras existencias. Hay una íntima correlación entre nuestros actos y nuestro destino. Sufrimos en nosotros mismos, en nuestro ser interior y en los acontecimientos de nuestra vida la repercusión de nuestro proceder.

Nuestra actividad, bajo todas sus formas, crea elementos buenos o malos, efectos próximos o futuros, que recaen sobre nosotros en lluvias, en tempestad o en alegres claridades. El hombre construye su propio destino. Hasta ahora, en su incertidumbre, en su ignorancia, él lo construyó a tientas y sufrió su suerte sin poder explicarlo. No tardará el momento en que, más bien instruido, penetrando por la majestad de las leyes superiores, comprenderá la belleza de la vida, que reside en el esfuerzo valeroso, y dará a su obra un impulso más noble y elevado.

Bibliográfia

León Denis del libro: El problema del ser, del destino y del dolor.